Cuidarse bien, no cuesta ni un dólar
Atender a pacientes con complicaciones graves por hipertensión me provoca una mezcla inquietante de rabia y tristeza, una emoción que no termino de descifrar.
Jóvenes con insuficiencia renal crónica atados a una máquina de hemodiálisis, otros que, tras un derrame cerebral, ven su vida quebrarse en un instante, como un cristal que se hace añicos contra el suelo. Sus rostros vuelven a mi mente, una galería de miradas perdidas, de resignación y dolor. Y siento pena, una profunda lástima que me empuja a escribir, quizá para desahogarme, quizá porque en el fondo me resisto a aceptar que esto se ha vuelto cotidiano. A veces pienso que algo anda muy mal.
Vivimos en un sistema que solo sabe curar, pero no prevenir. Falta educación médica, falta conciencia, falta ese pequeño instante en que alguien advierta a estos jóvenes que el camino que recorren los lleva directo al abismo. Pero nadie se los dice. Se sumergen en adicciones desde edades tempranas, se entregan a una vida que los consume sin que se den cuenta, y cuando por fin descubren la enfermedad que los devora, ya es demasiado tarde.
La hipertensión es un asesino silencioso, un parásito oculto que corroe sin aviso. Y mientras tanto, yo sigo aquí, observando una tragedia repetitiva, deseando que, al menos con mis palabras, alguien escuche antes de que el golpe sea irreversible.
