Ser padre no es solo un título
No todos desean ser padres. Y es comprensible: es una tarea compleja, retadora, que exige recursos de todo tipo. Hay noches en vela, agotamiento físico, y una inversión económica que parece inagotable. Muchos amigos de mi generación han decidido no asumir esa responsabilidad, y lo respeto profundamente. Al final, si no estás dispuesto a entregarte por completo, es mejor no hacerlo. Las cosas a medias nunca terminan bien.
En mi caso, he elegido ser padre de tres maravillosos hijos. Conscientemente acepté el desafío de acompañarlos en su viaje por la vida. Sé que no estoy exento de errores, y muchas veces la incertidumbre acecha. Pero no soy esclavo del miedo. Si hoy me equivoco, mañana lo intento de nuevo. Cada tropiezo es una lección, una oportunidad para mejorar. Así he decidido vivir mi paternidad: con la certeza de que siempre habrá una solución, una forma de avanzar.
Como padre, tengo claro que nada es más importante que mi familia. Ni el trabajo, ni un título, ni los logros personales pueden eclipsar mi papel de esposo y padre. El equilibrio es mi constante desafío: enseñar disciplina, pero también permitirles cometer errores; que aprendan de sus caídas y desarrollen resiliencia. Es un arte complejo, pero imprescindible.
Intento ser su ejemplo. Si quiero que no sean esclavos del celular, debo empezar por liberarme yo primero. No basta con decirlo; debo demostrarlo. Ellos aprenden al observar, no al escuchar sermones. Quiero que vean a un padre que está presente, que no los vigila desde una torre de control, sino que camina a su lado, disponible, siempre a una puerta de distancia.
El mayor reto es enseñarles a ser lógicos, a gestionar sus emociones, a encontrar un equilibrio entre la razón y el corazón. Y frente a sus sueños, mi papel es claro: ser el primero en alentarlos, en susurrarles las palabras precisas que los impulsen a conquistar lo que se propongan. Aspiro a que sean los mejores en lo que elijan, pero, sobre todo, que lo hagan desde su autenticidad.
Ser un buen padre no debería ser complicado. Lo difícil es ser un padre presente, uno que les enseñe a vivir con calidad de vida y con valores profundos. Quiero que crezcan con una autoestima tan sólida que ninguna publicidad los convierta en esclavos de la superficialidad ni de las deudas. Que aprendan a disfrutar de la sencillez, a valorarse a sí mismos y a encontrar en su familia un refugio de amor y unión. Quiero que sean hermanos que se apoyen, que sepan que siempre tendrán en su hogar un lugar seguro.
Ser padre vale la pena. Vale la pena verlos jugar, escuchar cómo razonan sobre la vida y presenciar cómo descubren el mundo con sus propios ojos. Vale la pena mirar sus rostros y saber que, en ellos, una parte de ti trasciende la mortalidad. Verlos crecer felices, disfrutando la niñez como la etapa mágica que es, lejos de las prisas, el peso de expectativas desmedidas y extenuantes tareas extracurriculares.
Ser padre no es solo un título. Es estar presente, darles el lugar que merecen, protegerlos, no faltar, ni abandonarlos. No ser el padre ausente, el que prioriza sus vicios por encima de las necesidades de sus hijos. “El que tiene vicios puede criar a dos hijos.” (Benjamín Franklin).
Porque, al final, cualquier hombre puede ser padre, pero solo alguien comprometido puede ser verdaderamente papá.