Los recuerdos siempre permanecen
Semana Santa siempre me recuerda cuando viajábamos a ver al abuelo Paulino a la isla de Meanguera.
Les hago un relato de cómo recuerdo esas experiencias:
¡El viaje a la isla!
Tenía doce años la primera vez que vi el mar con respeto, no solo con asombro.
Fue cuando mi padre nos llevó a conocer al abuelo Paulino, que vivía en Meanguera del Golfo, una isla pequeña y verde que flotaba en medio del azul del océano, allá donde El Salvador se abraza con el Golfo de Fonseca.
Viajamos desde San Salvador hasta La Unión, al extremo oriente del país. Salimos de madrugada, aún con los ojos pegados de sueño y la ilusión encendida. Había que llegar antes de las diez a la playa.
Las pangas —aquellos botes de madera alargados con motores rústicos— no esperaban a nadie. A esa hora zarpaban, porque el mar, después, se ponía bravo.
El trayecto por tierra tomó casi tres horas, y llegamos justo al filo.
Nos subimos a una de esas pangas junto a otros viajeros, todos cargados de sacos, canastas y esperanza. Las olas ya comenzaban a levantar su voz. Avanzamos unos minutos y el viento cambió. El mar también.
Recuerdo cómo una señora rompió el silencio con un grito de miedo:
—¡Ay Dios mío! ¡Nos vamos a reventar contra las piedras!
El motor se esforzaba con un rugido que parecía pedir ayuda. El bote giraba, empujado por las olas, y todos mirábamos con ansiedad aquellas piedras enormes que, aunque cerca de la orilla, escondían metros de profundidad bajo sus faldas.
Mi hermana y yo no sabíamos nadar. No teníamos salvavidas. Yo pensaba, entre asustado y resignado, que los tiburones cenarían temprano ese día. Entonces, mi madre se nos acercó. Se agachó junto a nosotros y nos susurró al oído, con una voz que sonaba más a despedida que a consejo:
—Oren, cipotes… y pídanle perdón a Dios por sus pecados.
Tenía doce años y pocos pecados, pero igual me confesé en silencio. El miedo te hace buen creyente.
Aquel océano era inmenso. Una pared de agua. El bote subía y bajaba como si estuviéramos en una montaña rusa de madera y sal. El agua nos empapaba, el viento silbaba, y el tiempo se hacía más lento.
Pero llegamos.
Desde lejos, la isla se veía azul. Luego fue tornándose verde, y más adelante, viva. A unos doscientos metros de la orilla, vimos casitas humildes, algunas de madera, otras de ladrillo. Un joven que venía con nosotros se lanzó de cabeza al mar como si saludara al agua. Desapareció por unos minutos y luego reapareció en la orilla. Todos lo miraban con una sonrisa cómplice. Era su manera de bajarse.
Nosotros seguimos hasta “El Salvadorcito”, un caserío donde nos esperaban los tíos y primos que nunca habíamos visto. Eran blancos, algunos de ojos azules, y con la piel curtida por el sol. Saludaban a mi padre con reverencia:
—Bendito tío —decían, e inclinaban la cabeza. Él les tocaba la frente en un gesto que parecía un rito antiguo. No sé si esa costumbre aún existe, pero me pareció hermosa.
Conocí al abuelo Paulino. Tenía orejas grandes, sí, pero lo curioso era que podía colgarse cosas de ellas sin que se doblaran. Su cartílago parecía de hierro. Nunca lo había visto, pero me resultó familiar. Era como si lo hubiera estado esperando.
Al día siguiente, uno de los primos me llevó a la playa. Recogíamos huevos para usarlos de carnada. Veíamos peces de todas formas y colores. Todo me fascinaba.
Mi primo Saúl, menor que yo, tenía su propio vehículo: una pequeña panguita. Nos sentábamos en los extremos, y remábamos con chancletas. ¡Y cómo avanzaba aquella cosita de madera!
Una mañana, mis padres fueron a otra playa. Yo me quedé atrás. Saúl no estaba. Fui por la panguita. La arrastré hasta el mar y me lancé al agua, decidido a llegar donde estaban ellos. A lo lejos, vi venir una lancha rápida. Las olas que levantaba parecían montañas. Recordé un consejo de Saúl: “ponla de frente a las olas”. Así lo hice. El botecito resistió.
Cuando comencé a ver la playa, levanté las manos y grité emocionado al ver a mis padres:
—¡Mami! ¡Papi!
Ellos me miraron como si vieran un fantasma. Sabían que yo no sabía nadar.
Pero ahí estaba. Flotando. Remando. Cruzando el mar.
Pequeño, sí…
pero temerario.
