¡No tenga miedo!

¡No tenga miedo!

A usted, sí… a usted quiero hablarle.

A usted que siente miedo.

A usted que ha sentido esa opresión en el pecho al caminar, ese malestar persistente que no se va, aunque intente disfrazarlo con frases como “mañana estaré mejor” o “es solo cansancio”.

A usted, que lo sabe en el fondo, allá en lo profundo de su conciencia: algo no anda bien.

No deje que el miedo lo paralice. No permita que la emoción lo engañe y lo lleve, poco a poco, al borde de un abismo del que a veces no se regresa.

El “efecto avestruz”, ese acto de esconder la cabeza en la tierra esperando que el peligro desaparezca, sale caro. Carísimo.

Hace un par de años conocí a alguien entrañable. Compartimos momentos en familia que guardo con afecto, con alegría. Le ofrecí hacerle un chequeo médico, y con una sonrisa amable me dijo que no, que se sentía bien.
—“Tranquilo, Merino”, me dijo. “No te preocupes por mí”.

Pero yo tengo un olfato desarrollado. Un sexto sentido, quizás nacido de tantos años de ver historias repetirse con distintos rostros. Algo en mí me decía que no estaba bien. Y no era magia, era experiencia.

Hace unos días me llamaron: había tenido dolor en el pecho. Le hicieron un electrocardiograma. El diagnóstico fue claro: infarto agudo al miocardio.

No me sorprendí. Porque es fácil predecir lo que puede pasarle a alguien que vive minimizando las señales que su propio cuerpo grita.

Ese miedo que aprieta el pecho, que nubla la lógica, que impide actuar con coherencia, es más común de lo que se cree. Y sí, suele afectar más a los hombres.

Una mentalidad fatalista, desconfiada, que se rehúsa a prevenir, explica en parte la cantidad de muertes súbitas que ocurren en nuestros hogares.

Es cierto, hay enfermedades que no avisan. Pero muchas veces sí lo hacen.

Solo que no las queremos ver. Las escondemos, las negamos, las acallamos por miedo. Miedo a saber, miedo a confirmar lo que sospechamos, miedo a enfrentar una realidad que podría cambiar nuestra vida… para salvarla.

Porque, en el fondo, solo se salvan los que enfrentan lo que más temen.

Los que deciden dejar de huir.

Los que vencen ese temor irracional con la valentía de querer vivir, y vivir bien.

Los que eligen ser razonables, sensatos… y profundamente humanos.

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